jueves, 3 de diciembre de 2009

DE TAL PALO

Déjalo en paz, le dijo esa mañana, recién abiertos los ojos, al verla allí, toda despeinada, el cuerpo encogido, mirando el camino que llevaba a la casa. Los codos sobre el soporte de la ventana, aún en camisón de saraza, mírate esas ojeras, se te adivina que no dormiste nada, muchacha, estas desvelada, cierto? Como si lo viera, y ahora qué harás?, será como siempre, las disputas, los gritos de Miguel, tu lloriqueo, las ofensas interminables entre ustedes, este padecimiento no hay quien lo aguante, ya estoy por irme pero me da miedo lo que pueda pasar, déjalo en paz, mujer, si llega no reclames, no chilles, no rezongues, no digas nada, mira que si alza las manos y te toca vuelves a desmayarte como aquel día, válgame Dios, si te pega, si te da un mal golpe qué vamos a hacer? Un mal momento siempre hay que evitarlo, a mí gracias a Dios nadie me alzó la mano jamás. Madre de mis amores, no sé lo que habría pasado si eso sucede, tú sabías que la vida con él sería así, yo soy su madre y te lo advertí, hijo de gato… no es que yo hablara mal del hijo de mis entrañas pero sé que tú no habrías entendido su forma de ser y de querer, siempre fue como su padre, bien lo sé, pero yo a su padre lo acepté como era, no intenté cambiarlo, y él pasaba mujeres a mi lado por así decirlo y yo me hacía la inocente, y guardaba silencio y seguía en el hogar como si nada, haciendo los oficios, hasta que él se cansaba y de pronto una noche cualquiera me volvía a mirar y yo sin decir nada lo aceptaba, y entendía que era su forma de pedir perdón esa suavidad con que rozaba mi cara y sus manos acariciando este cuerpo por encima de la sábana hasta que ocurría todo lo demás. Así eran las lunas de miel con él, miles, y él sabía que yo estaba por encima de la Teresa, de la Fidelina, De Celsa, de la Juana María, por ese detalle que él tanto apreciaba, mi silencio, mi discreto reproche. Yo a él nada le reclamaba, y él me hacía sentir su reina, yo tenía mi forma de ser una especial mujer. Era distinta. Yo lo hice a mi modo y él me hizo al modo de él. Respiraba su aire, yo nada reclamaba. Ese es el secreto: saber ser mujer. No era sumisa, no, pero era la esposa, amiga, amante, la madre de sus hijos. Aguantadora, eso era. Adriana, por favor quiere callarse? Dijo la muchacha sin voltearse, todavía de espaldas. La suegra, mientras tanto, arreglaba la cama, doblaba sábanas y hasta había prendido el reverbero para el café de las mañanas. Buscaba una toalla. En silencio, entró al baño. Un par de lágrimas cayó detrás de los espejuelos, no te lo he dicho, muchacha, te conté acaso que él me daba salivazos, golpeaba las paredes con su cabeza, amenazaba con cortarme el rostro, cosas que una no cuenta, rompía libros, rosarios, vasos, puertas, Rosaura, y una noche tiró la vajilla al suelo y los vidrios saltaron por las paredes y así la vida, en silenciosa guerra pasaba. He mentido mucho para que esa humillación no caiga sobre los hijos, pero así era él, y así pasará contigo porque de todos los muchachos, éste es el que más se le parece, ay Rosaura, y nada puedo decir de esas viejas historias del padre. No todas. A ti menos que a nadie porque abandonarías al hijo o quizás no, quizás serías como yo. Adriana desnudó su cuerpo viejo y abrió la llave del agua. La nuera seguía en el marco de la ventana, en la espera tonta, loca, inútil, peligrosa. Era un baño pequeño. Vio que el espejo arriba del inodoro estaba empañado. Atrás quedaron los días y los años en que soñara tener una hermosa casa, un baño lindo como los que veía en las revistas. El agua seguía cayendo sobre el cansado cuerpo, sobre el cabello largo, gris. Y entonces escuchó la discusión afuera, en la sala, voces que iban subiendo, palabras que iban surgiendo sin sentido, y sintió miedo, se apresuró a salir, Dios mío, líbrame de los violentos, que la paz sea en esta casa, cubre con tu manto sagrado a estos tus hijos.
Descalza aún se vio a sí misma salir del baño (flotar?) y pudo oír la mano ruda golpeando una, dos, tres veces sobre la frágil piel de la joven mujer. Rosaura ¿era Rosaura?, tirada sobre el piso, tenía una mancha rosácea en uno de los pómulos, la nariz sangraba, el hombre no se detuvo y estirando una de las piernas la golpeó en las caderas una y otra vez. Estaba ebrio el hombre. Entonces hizo intento de levantarse, dijo quieres café?, por decir, tratando de parar la ordalía, (así que me ocultabas todo esto, Rosaura), era Rosaura o soy yo? Cuánto se me parece, pensó. No se atrevió a acercarse. Rosaura o la que fuera, en silencio lloraba. Por sus rodillas un hilo rojo, sangre, corría desorbitado. Se estremeció. Se reconoció en la muchacha. Ella y no ella. Se vivió a sí misma… en otros tiempos algo olvidados. Flotaba.

Ves lo que hiciste, dijo sin mirar casi al hijo. El continuó, puños cerrados, mirada bruta, desquiciada. Miró a la madre con cansado silencio, hosco marchito, oloroso a cigarro y a licor. Ella lloraba sin saber qué decir, un recóndito cansancio la abrumaba, mientras el hombre, su hijo, cogía camino, de nuevo, hacia la calle. Vamos al médico, hija, musitó la mujer pero ya ambas sabían que no había nada que hacer, que la espera de nueve meses no se daría, que el hijo de Rosaura, ¿era Rosaura? (¿no fue ésta también su historia?) no nacería. Adriana recordó que un día parecido, hace ya mucho tiempo, a punto estuvo de perder al hijo (no habría sido lo mejor?), igual que le pasaba a esta muchacha. Perdóname, murmuró, de mil modos te lo advertía, bien lo sabes, mientras iba limpiando con una toalla la sangre que salía por la nariz de Rosaura, o Rosa, Raquela, Rafaela... En realidad, encogida, Rosaura o la que fuera, su vivo retrato, su viva vida, se quejaba de dolores más grandes, el vientre y las caderas dolían como si se hubieran roto, y de allí salió el bultito que ambas habían aprendido a querer en esos pocos meses. Cuántas Rosauras, Adrianas, hija, cuántas… hasta cuándo…


II


Se dio cuenta de que el pensamiento volaba como un murciélago malo, y lo detuvo, se negó a pensar en eso tan doloroso que eran sus temores. Lagarto, lagarto, lagarto. Cancelado todo recuerdo feo, no dejes correr tu imaginación, la vida no puede ser tan mala, ni él. Cuánto se había demorado en el baño? Despierta había tenido esta pesadilla? Se quería siempre cuerda, no podía fallar ahora. No se admitía loca, no lo iba a permitir

Adriana volvió en sí, detuvo la memoria de esos años, y espantada gritó ¡Rosaura!, Rosaura, no te dejes, y entendió que los pensamientos habían volado al pasado en vértigo espantoso. Fue entonces cuando la mujer joven dejó el marco de la ventana y asustada corrió hacia esa voz que con desesperación la había llamado dos veces. ¿Qué pasa, Adriana? Miró a la suegra, justo cuando ésta se levantaba del miedo, cuando volvía del pasado al que había ido sin querer. No pasa nada, susurró, y si algo pasó, hace ya tanto tiempo. Promete que lo dejarás, mira que la violencia se aprende pero también se hereda. No tientes al destino, promete que lo dejarás.